martes, 14 de mayo de 2013

Atraparados

La Constitución dice que todo el mundo tiene el derecho y el deber de trabajar. Sin embargo a día de hoy el trabajo se ha convertido, en España, en un privilegio. Muchos de los que trabajan, tienen un sueldo,  cotizan, disfrutan de pagas extra y vacaciones pagadas, entre otros derechos que legalmente se reconocen a todos los trabajadores; cuando les preguntas por su trabajo afirman que les ha tocado la lotería. En realidad según el sistema jurídico todos somos iguales ante la ley, en la práctica eso depende de la situación personal y socioeconómica de cada uno. Uno no tiene el derecho a trabajar, sino que tiene la necesidad de que lo exploten de la manera que resulte más rentable al empleador. Uno no tiene el deber de trabajar, sino que tiene la costumbre de buscar una fuente de renta dineraria si quiere vivir de una forma a la que se le obliga a perseguir desde el nacimiento. Bajo estas perspectivas se está inflando una burbuja sobre el empleo asalariado que dará lugar autonomismo, o lo que es lo mismo, que todos seamos autónomos. 

Mientras tanto la economía sumergida está en el orden del día. Es una economía que se da actualmente en múltiples empresas para poder mantenerse en el mercado actual. Donde más se da la economía sumergida es en el calzado, la hostelería y la agricultura. El cobro en metálico y en negro no es más que el principio por el que se mueve la economía sumergida. Pero la gente, que por apuros, se tiene que regir por la economía sumergida ve como los políticos, en algunos casos, disfrutan de una parte importante de su actividad en régimen de economía sumergida, cuando ellos no tienen la imperiosa necesidad de hacer estas prácticas, por lo tanto esa gente corriente, moralmente no tienen la sensación de estar obrando mal.  Me refiero aquí a aquellos políticos que cobran comisiones y sobresueldos, por ejemplo, por una recalificación de terrenos. Los representantes públicos son los que más deberían regirse por los cauces legales en sus actividades económicas porque el dinero que financia su trabajo en las instituciones políticas viene de la economía declarada, la que paga los tributos que van a las arcas estatales. Y lo más seguro es que cuando acabe la crisis, si acaba de verdad, la economía sumergida no aflorará, sino que se consolidará, dejando como poso unas condiciones laborales para las nuevas generaciones que serán tan malas o peores como las que teníamos a principios del siglo XIX.

Siento que el peso del deber me aprisiona, pero a la vez me libera el aspecto de ver el trabajo como un derecho, cuyo contenido es tan vaciable como si su causa radicara en una adicción, la adicción por el margen de beneficio. Por eso pienso que yo no tengo la culpa pero soy parte de la causa de este descontrol aceptable, ya que tradicionalmente los comportamientos ligados a la economía sumergida han venido siempre tolerados por la mayoría de la sociedad, ignorando las consecuencias negativas que conlleva. Quiero decir que la ignorancia de las leyes no exige su cumplimiento, y esto no hay precepto que lo establezca, pero es una realidad irrefutable que está por encima del oficialismo jurídico. Por lo tanto me encuentro atrapado por la ignorancia de muchos que vacían unos derechos que nos corresponden a todos y, además, se enfrentan a mi cuando estoy luchando no sólo por mi sino por los derechos de todos. El sistema te obliga a ser un egoísta y a luchar sólo por tus intereses privados, porque si luchas por los derechos de los demás se aprovechan de ti.

Es difícil hablar de derechos cuando éstos se han desarrollado en un sistema de puertas entreabiertas para que unos cauces realistas consoliden el fraude de ley generalizado. Estamos fomentando un sistema, que vigilan ciertas élites, para generar fuentes de renta sin ningún incremento de la producción. Hablo de lo lo que no se quiere observar, del periodista que falta a la verdad, del político que provoca el engaño, del funcionario que se siente cómodo en la ambivalencia de las leyes..etc. Necesitamos un cambio inaudito, una novedad en el hacer y en el actuar. 

Hablar de igualdad requiere en un primer momento analizar la desigualdad para equipararla sobre un ajuste que equilibre las situaciones personales y sociales. Pero ya no se pueden hacer juicios de igualdad sin entrometerse en una literatura jurídica que resulta estúpida por el simple desglose de los contenidos. Esa división que limita marca los supuestos de aptitud legal y desafección permitida. En otras palabras, yo no soy igual a los demás, lo que me hace igual es mi desigualdad, todos somos iguales en nuestras desigualdades porque todas ellas existen en una misma realidad, la configurada por los Estados de derecho. Y esta es una realidad irrefutable, ya que no tenemos nada contrario a los estados en el ámbito  mundial, todo el espacio terrestre está dividido en trozos de terreno sobre los que rige una soberanía hipotética. Algunos autores se refieren a zonas grises (Somalia, parte de Méjico y Colombia, el norte de Chipre, la zona occidental de Paquistán...etc) pero estas se solapan con la omnipresencia de los Estados. 

Cuando partimos de una herencia iconoclásica y desvirtuamos la contradicción natural de dos partes encontradas por hacer prevalecer su derecho privado hay caminos que se desecan para crear la nueva infraestructura "utopráctica". Lo que quiero decir aquí es que el sistema funciona porque hay un ecosistema, este ecosistema, en el caso humano, es el de las economías de escala, el común equilibrio natural al margen paralelo de las normas. Las leyes resultan muchas veces estúpidas pero lo que las hace interesantes es su adecuación a la normalidad. Todo a lo que damos excesiva importancia es estúpido hoy en día y las cosas más importantes son vistas por la mayoría como una estupidez que reconforta el ego personal.

Ya somos desgraciadamente inconscientes de muchas virtudes practicadas desde cauces oficiales, que desechan lo que se instituyo anteriormente por criterios de oportunidad y consciencia. Los que no entran dentro de un marco regulador denominado objetivo, que parte, paradójicamente, de criterios subjetivos, son los indignados que no tienen más que reestructurarse para dispersarse y finalmente enmendarse.

Si bien podría determinarse una culpabilidad determinada con nombres y apellidos. Cuando el estudiante empezó a indagar observó que las hojas y la caja negra de la navegación habían desaparecido del códex jurídico.  La culpa inimputable es lo que se persigue con estas tendencias. Podemos dialogar hasta desgastar y cuando no funciona silenciar con argumentos que redefinen el silencio en clave de infinitud cuántica, que por su mismo circuito resulta cerrada e instituida.

Y es que la responsabilidad política es muy difícil de demostrar. No responde a una injusticia casual, sino que se basa en una causalidad, pero el inconsciente piensa de lo contrario. Es decir, y se lo complejo que resulta esto de entender, que no hay una causalidad directa dimanante que afecte a múltiples casos en abstracto, sino que se basa en la ficción de un poder otorgante y otorgado que es directriz de normalidad y fuente de toda normativa. Los errores de gobierno son reseñados como catástrofes inevitables. Dentro de toda esta confusión el poder justifica sus decisiones políticas y las irresponsabiliza, otra vez confusamente, por el principio de jerarquía administrativa. 

Para aclarar el párrafo anterior es preciso hablar de el tiempo, lo que se conoce como la cuarta dimensión. Ese aspecto de nuestra realidad tiene anclajes ineludiblemente personales. Por eso cada ley que se aprueba depende de la actualidad política y social en el momento determinado, aunque se base en criterios objetivos, al hacerlos en la práctica objetibables incurrimos en el fraude heurístico. Pues ningún criterio objetivo puede ser objetivable sin atender al tiempo por el cual ese criterio arraigó para establecer los preceptos jurídicos aplicables. Dicho de otro modo todo criterio objetivo debe ser subjetivable puesto en práctica. Y en este punto clave es cuando el criterio objetivo pierde fuerza al objetivarlo, lo que supone la ineptitud de los mismos criterios objetivos.

Lo que planteo aquí, reexplicado otra vez, es que la aplicabilidad de las normas no es lo mismo que su aplicación. Y la aplicabilidad de las normas corresponde a todo poder ejecutivo. La aplicación de las normas es un deber de los poderes públicos, pero la aplicabilidad es una obligación para ellos. En el momento de la aplicabilidad el estado tiene la obligación de ejercer sus funciones, pero en un punto equidistante entre el derecho y la costumbre, cuya ubicación es muy complicada de determinar, se cuela el margen de discreccionalidad, que le permite al poder ejecutivo aplicar o no una norma determinando unilateralmente el grado de aplicabilidad. Esto no es fácil de demostrar jurídicamente, sino que dependerá del caso concreto, por lo que hay que subjetivar los criterios objetivos.

Cualquiera que haya seguido la explicación puede saber a qué me refiero. Poniendo ejemplos en concreto: un policía puede determinar, unilateralmente y sin ninguna culpabilidad, si usted es culpable o no, jugando con ese margen discreccional que constituye la realidad sobre la aplicabilidad de las leyes, y no la irrealidad sobre su aplicación.

En conclusión: No hay trabajo porque el trabajo no es un derecho (aplicabilidad) sino un deber abstracto (oblicación) que sólo se convierte en un verdadero derecho-deber cuando hay un contrato, el cual se impone para recaudar y se supone para amortizar. 

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